Tiempo después, un hombre que venía poco al pueblo explicó lo necesario: Clara había sido maestra; Lolo se sentaba a esperarla bajo la ventana. Cuando ella faltó, él encontró el camino que la gente no siempre se atreve a recorrer: el de despedirse con palabras. Nadie volvió a preguntar quién amarraba los sobres al collar. Algunos domingos, fueron varios. Otros, ninguno. Pero el perro siguió yendo, como si entendiera que hay mensajes que solo un corazón sin idioma puede entregar.
Desde entonces, cuando amanece con neblina, el pueblo mira hacia el camino y espera ver una figura pequeña moviéndose entre los charcos. Y si alguien tiene algo que decirle a quien ya no está, no lo grita al cielo: lo escribe, se lo ata a Lolo, y lo deja ir.
