Antes de que pudiera decir una palabra más, Ethan se dio la vuelta y salió del juzgado, dejándome allí con un vestido barato de encaje, rodeada de desconocidos y un juez desconcertado que no sabía si felicitarme o pedir ayuda.
Esa tarde, todo se vino abajo: el apartamento que compartíamos, nuestros ahorros, incluso mi sentido de la orientación. En cuestión de días, me cortaron el teléfono, mis pertenencias estaban en un depósito y dormía en mi coche detrás de un supermercado en Tulsa, Oklahoma.
El bebé que llevaba dentro dio su primera patada la noche que acepté un trabajo lavando coches en un taller mecánico. El sueldo era miserable, pero no me importaba. Necesitaba seguir adelante para demostrar que podía sobrevivir.
Pero a veces la supervivencia te encuentra de las maneras más inesperadas. Una tarde, mientras limpiaba el barro seco de una camioneta Ford azul, oí la voz de un hombre que se colaba por la ventana de la sala de espera; una voz cruda y desesperada.
—Se ha ido, mamá —dijo—. Ya no puedo pagar sus tratamientos.
Algo dentro de mí se quebró.
Sin pensarlo, escuché.
