El perro que llevaba cartas al cementerio
En el pueblo decían que era “del barrio”, porque en realidad no pertenecía a nadie. Dormía donde lo agarraba la tarde, conocía cada sombra de la plaza y respondía a todos por igual: con la cola levantada y un ladrido tímido. Lo bautizaron de muchas formas —Tigre, Güero, Chato—, pero un día apareció con un nombre escrito en un papel: “Lolo”. Nadie supo quién lo llamó así primero.
Lo raro comenzó un domingo. Alguien notó que Lolo caminaba con intención, más derecho que nunca, y que del collar colgaba un pequeño sobre atado con un cordel. No era raro verlo con listones o cintas de los niños, pero aquello era distinto. El perro atravesó la calle principal, cruzó junto a la panadería y se metió por el camino de tierra que va hacia los eucaliptos. Volvió al mediodía, sin el sobre.
