El perro que llevaba cartas al cementerio

La curiosidad se volvió costumbre: cada domingo, puntualmente, Lolo partía a la misma hora con un sobre nuevo. Unos decían que era un juego. Otros, que alguien le enseñó el camino con croquetas. Hasta que una mañana, un grupo de vecinos decidió seguirlo en silencio. El perro avanzó por el borde del potrero y, con el sol apenas saliendo, se detuvo frente al pequeño cementerio del pueblo. Se acercó a una tumba sencilla, dejó el sobre junto a la cruz y se quedó un momento quieto, como esperando a que alguien contestara.

Los niños abrieron el papel. Era una carta breve, escrita con letra pareja: “Para que no me olvides el domingo. Te extraño como si el tiempo no supiera contar”. No tenía firma, pero sí otro nombre: “Para Clara”. A partir de ese día, supieron que el perro no llevaba encargos: llevaba ausencias. Los siguientes domingos, otras cartas —algunas con flores secas, otras con dibujos— aparecieron en la misma tumba. Lolo solo hacía el viaje.