Llegaron a la colonia Lomas del Encino, donde todo era diferente. Calles amplias, árboles podados, casas con rejas eléctricas y jardineros uniformados desde temprano.
La mansión donde trabajaba estaba en la esquina de una calle silenciosa, detrás de un portón negro enorme. Claudia tuvo que hablar por el interérfono para que le abrieran.
El guardia de seguridad, el señor José, ya la conocía, le sonrió al ver a Renata y les abrió sin decir nada. Claudia se lo agradeció con una mirada rápida y entraron. La mansión era enorme, de dos pisos, con ventanales por todos lados y un jardín más grande que toda su calle junta. Claudia todavía se ponía nerviosa al entrar, aunque ya tenía dos años trabajando ahí.
Todo estaba limpio, ordenado y olía a madera fina. El señor Leonardo casi nunca salía de su despacho en la mañana. Claudia sabía bien su rutina. Subía a las 8, bajaba a desayunar a las 9 y luego se encerraba a trabajar o salía a reuniones. A veces no lo veía en todo el día, solo le dejaba recados por medio del mayordomo. Ese día pensó que sería igual.
Entraron por la puerta de servicio como siempre. Claudia le pidió a Renata que se quedara sentada en una esquina de la cocina donde podía verla. Le dio unos lápices de colores y una hoja. La niña se puso a dibujar y ella se puso a limpiar empezando por el comedor. Todo iba normal.
Lavó los platos que había dejado la cocinera, barrió, trapeó, acomodó los cojines del sillón, quitó el polvo del mueble donde estaba la colección de botellas caras. A las 8:15 escuchó pasos en la escalera. El corazón le dio un vuelco. No esperaba que bajara tan temprano.
Leonardo apareció en la sala con una camisa blanca sin abotonar del todo y el ceño fruncido. Tenía el cabello un poco desordenado y cargaba una carpeta en la mano. Claudia se quedó congelada con el trapo en la mano. Él iba directo a la cocina. Cuando entró, se detuvo de golpe al ver a Renata ahí, sentada en el suelo, concentrada en su dibujo.
